miércoles, 5 de marzo de 2014

La inocencia de tu voz: Quinto capítulo, dulce agonía.

¡Hola chicos! espero todos tengan un buen miércoles. 
Primero que nada quería disculparme por la ausencia de estos últimos días. Tuve algunos problemas personales y, sinceramente, no tenía las energías para publicar nada ni mucho menos escribir. De todas formas hoy estoy acá para traerles el quinto capítulo. También les recuerdo que el sexto en dos o tres días va a ser subido con anticipo a modo de compensación.
Como siempre, les agradezco a cada persona que entra en el blog o en Wattpad para leer la novela y también a Yami y Noe que siempre están ahí, apoyándome :)
Espero disfruten del capítulo ¡no se olviden comentar qué les pareció!

Para ver La inocencia de tu voz, tráiler no oficial hagan click en el enlace.




(pertenece al capítulo anterior)


Capítulo 5:
Dulce agonía.

Tres semanas después…

Los días comenzaron a pasar con saltos indefinidos de tiempo. La mayoría se hacían largos o monótonos y solo pocas veces tenía la suerte de que se pasaran como en una película. Sentía que estaba dentro de una burbuja donde no podía notar los saltos y también, poco a poco, las complicaciones de ser una chica joven adolorida pasaron a segundo plano.
No supe más de Ariel, por lo que no sabía qué sentir al respecto. Tampoco había vuelto a la terrible angustia de semanas atrás ni había provocado viejos demonios. Mi relación con Caroline se hizo más profunda, aunque también más tirante. Estábamos en un constante tira y afloja porque ella no estaba de acuerdo en mis reglas básicas de supervivencia, aunque tampoco pensaba cambiar de opinión, lo que la irritaba aún más.
Todo seguía su curso como antes de conocerlo. Asistía a mis clases, comencé a salir nuevamente y terminé liándome con al menos un buen par de chicos. No estaba orgullosa de ello, pero estaba intentando seguir adelante.
Me encontraba en el pasillo del ala norte de la universidad con la mochila en el suelo, rebuscando entre mis cosas porque no podía encontrar mi libro de Cultura y sociedad, cuando una voz masculina murmuró por detrás de mí:
―Buenos días, preciosa.
Bufé disgustada al reconocer la voz con aquél tono fariseo. Cerré la mochila para luego levantarme de donde estaba y girar sobre mis propios talones para observarlo.
Theo llevaba el cabello corto de una forma pulcra y natural. Sus ojos claros, celestes específicamente, eran cálidos aunque distantes, mientras que su piel de porcelana iba perfectamente combinada con él. Llevaba puestos unos pantalones caquis algo ajustados y una camiseta a cuadros color verde musgo.
―¿Me diriges la palabra luego de todos estos meses? Qué considerado de tu parte, no debiste molestarte ―murmuré con evidente sarcasmo al tiempo que alzaba una ceja.
Él me miró deliberadamente durante un minuto, luego se echó a reír para molestarme. Extendió una sonrisa complaciente hacia mí haciendo que se le formen hoyuelos a cada lado de las mejillas.
―¿Eso quiere decir que me extrañaste? ―inquirió―. Qué dulce de tu parte, sobre todo para ser una chica que se acuesta con media universidad.
Apreté la mandíbula con fuerza hasta que me dolió. Inhalé con cuidado en silencio mientras intentaba concentrarme en las razones por las cuales no debía darle un bofetón. Decidí que estaba en medio de un lugar público y eso quedaría en mi expediente. También añadí que él no valía la pena.
―No diría que la palabra es exactamente extrañar, cariño ―le dije mordaz―. Nadie podría extrañar a alguien que piensa más con el miembro viril que con el poco cerebro que tiene.
Al menos tres o cuatro personas se detuvieron de forma poco disimulada al escuchar mi comentario. Les eché una mirada de reojo, cada vez más cabreada. ¿Por qué diablos no se metían en sus asuntos?
Theo me lanzó una mirada glacial, aunque en ningún momento dejó de sonreír. Sabía que había mencionado algo que a él le había molestado por años: cuestionar su inteligencia por sobre su masculinidad.
Siempre se sentía desdichado cuando los profesores hacían comentarios despectivos hacia su persona. Había crecido en una familia donde dos hermanos mayores tenían carreras profesionales mientras que él era un adolescente problemático, por lo tanto todos los problemas familiares recaían sobre él.
Me sentí un poco culpable tras haber hecho el comentario, pero tampoco pensaba retractarme porque ambos éramos igual de ególatras y cabezas duras. En el fondo sabía que Theo era una persona inteligente, sino, no podría sacar las notas más altas en sus materias, pero de todas formas era algo que se cuestionaba parcialmente de forma personal, sin que nadie lo supiera.
―Nena, has caído tan bajo que me han llegado los rumores de que te acuestas con el virgen e inocente de Ariel Owens. No dejan de comentar al respecto. Realmente has perdido el buen gusto.
Se me aceleró el pulso y noté un leve rubor en mis mejillas, delatándome. Él lo notó enseguida, así que volvió a echarse a reír.
―¡Te has puesto roja! ―dijo lo suficientemente alto para que todos a nuestro alrededor lo oyeran―. Tú nunca has sentido vergüenza. ¿Qué sucede? ¿No tenías pensado que alguien se enterara de que ahora das clases de educación sexual?
Estaba casi segura de que me lo estaba haciendo pagar por mi comentario anterior. De alguna forma sabía que lo tenía merecido, pero había dado en un lugar sensible que nadie habría mencionado jamás. Se me escapó el aliento, entre sorprendida y dolida, cuando me di cuenta de que solo nos estábamos lastimando. No estábamos llegando a ningún lado.
Sentí náuseas en cuanto analicé que Theo conocía a Ariel, ¿cómo podría saber su apellido? Un pitido sordo comenzó a molestarme en los oídos y me costaba respirar. Probablemente mi presión se había debilitado.
Los rumores ya habían comenzado a surgir. Me pregunté si fue producto de vernos juntos en la fiesta o cuando él entró en mi apartamento. En la fiesta solo había muy pocas personas de la universidad –en su mayoría, chicos de último año que ya no estaban interesados en más que graduarse–, mientras que en los pasillos siempre estaban los chicos de los primeros años.
Maldije en mi fuero interno al tiempo que intentaba concentrarme.
―Ni mi vida amorosa o sexual deberían importarte. Estamos actuando como dos niños de primaria, ¿y sabes algo? Yo me rindo. No pienso participar más en este estúpido juego de ver quién es más que quien. Puedes hacer lo que quieras.
Dicho esto, giré sobre mis propios talones dispuesta a alejarme, pero, en cuanto intenté echar a andar, Theo me tomó la muñeca.
Me volví un minuto para observarlo.
Sus ojos estaban repentinamente tristes y su boca hacía una mueca hacia abajo, como si estuviera a punto de llorar.
«Tiene que ser una broma» pensé con disgusto.
Me solté con la mayor dignidad posible y comencé a recorrer los pasillos, torturándome con la imagen mental de mi ex pareja, por primera vez, siendo despechado.
Suspiré en un brote de nostalgia, por suerte, el sentimiento no duro mucho más de cinco minutos.
Caminé por cada pasillo, observé cada rincón y cada aula de la universidad faltando a mis respectivas clases para poder hallar a Ariel y así entablar conversación con él, estuviera o no a favor de tenerla.
Supuse que no sería fácil cuando luego de una hora de haber revisado solo la sección sur del edificio de Psicología.
Solté una maldición en voz baja, dejando el recorrido para más tarde. Di media vuelta para excusarme con la profesora Araujo debido a mi falta de consideración por haberme saltado su clase.
Finalmente caminé los metros de distancia que me separaban del aula y entré en silencio. Cuando estaba a punto de tocar la puerta con los nudillos porque el lugar estaba vacío salvo por ella hablando con un alumno, noté que esa persona no era ni más ni menos que Ariel.
Me paré en seco, aturdida. Inconscientemente mientras lo buscaba estaba casi segura de que no iba a encontrarlo, porque había sido muy astuto en desaparecer las últimas semanas. Así que, al tenerlo allí frente a mis ojos en el mismo salón que yo cursaba la materia todos los días, me sentía confusa y molesta.
Sentía la necesidad de acercarme hacia él y echarle en cara que era un imbécil, pero con el pasar de los segundos, mi amargura se fue enfriando. Respetaba demasiado a mi profesora como para hacer una escenita frente a ella.
Estaba por marcharme, sopesando por qué él estaría ahí si no era su año ni materia, cuando la voz de la maestra captó mi atención.
―¡Dana, qué sorpresa verte por aquí! ―murmuró con voz cantarina. Me giré para observarlos―. Hoy has faltado a mi clase.
Ella me sonreía de forma cálida y abrasadora, como siempre hacía. Por otro lado, Ariel estaba más rojizo de lo que podía recordar. No dejaba de observarme horrorizado, por lo cual estaba segura de que no estaba al tanto de que había faltado a la clase.
Obviamente mi presencia no fue algo grato para él.
Me acerqué un par de pasos hacia el escritorio de madera donde ellos estaban parados a un lado discutiendo de forma cariñosa, aunque no invadí su espacio personal.
Araujo vestía un vestido formal negro ajustado en la cintura y largo hasta la rodilla con un pequeño saco verde oscuro, lo que le daba una perfecta tonalidad a contraste con su piel. Ariel llevaba el cabello un poco más largo y desordenado de la última vez que nos vimos. Se había recortado la barba, lo cual lo hacía verse más joven y pulcro. Llevaba unas zapatillas rojas, unos jeans comunes y una camiseta lisa color marrón sobre una cazadora gris.
―Sí, lo siento. He venido justamente por eso, pero presiento que no es un buen momento. Puedo volver más tarde .―Me excusé mientras echaba una mirada rápida en dirección a Ariel. Él desvió la vista.
Ella se rió de forma suave y relajante, mientras que negaba con la cabeza.
―Oh por Dios, no. Claro que no. Si te has tomado el trabajo de venir hasta aquí ha de ser importante. Por favor, toma asiento y déjame presentarte.
Fue una de las primeras veces en mi vida en las que me sentí realmente incómoda. Me acerqué para quitar la poca distancia que me separaba de ellos y finalmente Ariel habló.
―Dana ―murmuró mi nombre con cuidado―, es un placer conocerte, Yamila no ha dejado de hablar de ti este último tiempo. Me llamo Ariel.
Alcé una ceja de forma inconsciente preguntándome por qué no admitiría que ya nos conocíamos. También me cuestioné a qué nivel se conocían ellos para llamar por su nombre de pila a la profesora. Al darme cuenta que ella me observaba, cambié el gesto. Mordí mi labio inferior para contenerme y estiré mi mano para estrecharla con la suya, pero él me sorprendió cuando se acercó y besó mi mejilla izquierda.
Para mi desgracia, su barba generó un leve cosquilleo que se extendió desde mi rostro al resto de mi cuerpo. Enrojecí levemente tras un suspiro casi imperceptible que solo él notó. Se alejó un par de pasos para poder observarme con dulzura.
Me dolió que mi corazón flanqueara tan rápido por tan solo un leve roce.
―Es un placer conocerte ―murmuré.
Ella sonreía de oreja a oreja, como si por fin sus dos personas favoritas en el mundo se hubieran encontrado. Siempre desprendía energía positiva.
Se sentó en la silla principal del escritorio, mientras que Ariel trajo dos del fondo del aula para nosotros. Me senté luego de agradecerle en silencio.
―Ariel es mi sobrino ―aclaró ella como si me debiera una explicación―. Ha vivido conmigo prácticamente toda su vida. De hecho, está en su último año de Administración de empresas ambientales en esta universidad.
Intenté fingir una sonrisa de cortesía porque podía ver en sus ojos el orgullo que él representaba, pero no estaba segura de poder conseguirlo. Eran muchas sorpresas de golpe.
La profesora notó cuando mi labio inferior tembló.
―¡Dana, querida! ¿Estás bien?
Tardé unos segundo en encontrar la voz.
―Claro que sí. Hace poco tuve una buena gripe y tal vez esté un poco sensible todavía.
―Oh, cielo. Creo que deberías ir al doctor, últimamente has estado muy enferma.
―No la abrumes con nuestras cosas personales, Yamila. Tal vez Dana no esté interesada en algo tan monótono como mi vida universitaria. Estoy seguro que tiene suficiente con la suya ―interrumpió Ariel con nerviosismo.
―No seas inoportuno, querido. Y deja de llamarme por mi nombre completo, sabes que es algo que no soporto. Cuando no están mis alumnos puedes decirme tía.
Él suspiró.
―Estamos frente a una alumna ―dijo sin dar el brazo a torcer.
Araujo me miró durante un momento, luego sonrió.
―Una de las mejores, a decir verdad, pero Dana es una criatura especial y le tengo cariño. A ella también le he dicho varias veces que no es necesario mantener las formalidades, aunque de todas maneras insiste. Cree que es una manera de faltarme el respeto.
―Yo también la aprecio, profesora, pero usted tiene uno de los títulos más importantes en la universidad y por lo tanto, merece ser respetada.
―¡Qué barbaridades dicen! No soy una abuela y tampoco creo que el respeto se vaya solo por tutearme ―comentó exasperada mientras ponía los ojos en blanco, un gesto que me resultó divertido―. ¿Qué tal si vamos los tres a tomar un café? Yo invito.
Observé a Ariel y nuestras miradas se cruzaron. Él, evidentemente estaba tan cómodo como yo lo estaba en esta situación, aunque curiosamente estaba dispuesta a acceder. El problema era que solo quería asistir porque no sabría cuándo volvería a tener el placer de que nos cruzáramos de nuevo.
―Me encantaría, pero no quiero molestar.
Araujo hizo un gesto con la mano.
―No es problema alguno, estoy segura de que Ariel está de acuerdo conmigo.
Él me miro y asintió con cautela.
Los tres nos levantamos al unísono para salir del lugar. Una vez fuera del aula, mientras nos dirigíamos al exterior para derivar en el Starckbus de a media manzana, pude notar que las pocas personas que quedaban en los pasillos nos observaban con curiosidad. Sus ojos pasan de Ariel a mí en un vago intento por descifrar si los rumores eran ciertos. Él, como si no tuviera otra forma de mostrar su vergüenza, enrojeció hasta que sus mejillas quedaron de un color escarlata, pero en ningún momento dejó de mirar al frente. Por mi parte giraba bastante la cabeza y alzaba las cejas, una forma silenciosa de decirles que se metieran en sus asuntos.
Cuando salimos por la puerta principal del lado este, el viento nos azotó con violencia haciéndome tiritar ya que solo llevaba una camiseta de manga larga. La profesora murmuró algo que no llegué a comprender y un minuto más tarde Ariel me tendía su cazadora, pero sin colocármela en los hombros.
Le sonreí agradecida y la tomé para ponérmela.
―¿Estás seguro? ―le pregunté en el momento que comenzamos a caminar hacia el café―. Hay un viento espantoso, quizás te enfermes o algo por el estilo.
―He oído ahí dentro que estuviste enferma, por favor, quédatela .―Me ofreció, negando con la cabeza.
―Gracias ―dije en un tono de voz demasiado bajo para que la profesora Araujo nos escuchara. Él se sonrojó y me devolvió la sonrisa.
Cuando entramos el lugar estaba medio lleno, pero no lo suficiente para no obtener una mesa. De pronto tuve que quitarme la cazadora porque la calefacción estaba al máximo y sentí que iba a asfixiarme, aunque la doblé sobre mi brazo y no se la devolví.
Caminamos por detrás de la maestra en silencio hasta encontrar una mesa de granito gris oscuro con cuatro sillas de madera. Nos sentamos –uno al lado del otro– y nos preguntó qué íbamos a pedir. Ambos murmuramos un café común con crema y luego nos miramos sorprendidos. Ella fingió no darse cuenta, por lo que se giró con verdadero entusiasmo para dirigirse a la fila y ordenar. Ésta era lo bastante larga como para tener unos minutos para nosotros solos.
Nos separaban unos pocos centímetros, así que no era difícil que a parte de la calefacción pudiera sentir el calor que emanaba su cuerpo. Eché una mirada disimulada en su dirección y noté que él me estaba mirando con aquellos ojos suyos debajo del cabello que comenzaba a caerle en el rostro. Se mordió el labio nervioso al darse cuenta de que estábamos mirándonos desde una escasa distancia, pero no giró el rostro.
Inhalé con cuidado para serenarme y pude percibir una leve fragancia de perfume masculino. Sonreí para mis adentros al estar casi segura de que era un Armani.
―Sé que es la pregunta menos adecuada para comenzar una conversación, pero ¿podrías explicarme por qué no me dijiste que eras el sobrino de mi profesora? ―inquirí sin molestia alguna, aunque bastante decepcionada.
Sus hombros se tensaron al igual que su mandíbula y, tras un minuto, giró la vista. No hubo respuesta.
―Ariel, te estoy hablando. No hagas eso.
Él suspiró de forma larga y cansina. Luego volvió el rostro, para mirarme de una forma extraña que no logré comprender.
―No pensé que era de vital importancia hablar sobre mis parientes cuando apenas nos conocemos, ¿no crees?
Fruncí el ceño, disgustada por su respuesta tan fría.
―No puedes fingir indiferencia conmigo. Sé que nos conocemos hace poco, no tienes por qué dar un maldito énfasis tan obvio en eso para hacerme enojar, pero tampoco finjas que no te interesa lo que piense. Si ese fuera el caso, te hubiera dado igual alejarte de mí.
Ariel se intentó quitar en reiteradas ocasiones el cabello de la frente en forma nerviosa, pero siempre volvía al mismo lugar, por lo cual tendría que cortárselo más adelante. Lo siguió intentando hasta que creí que iba a arrancárselo.
―No lo hagas ―murmuré al tiempo que tomaba sus manos con cuidado para depositarlas en la mesa―. Vas a arrancarte el cabello si lo sigues tirando así.
Él se quedó dubitativo durante unos instantes observándose las manos. Luego me miró a mí como si no me hubiera visto en años y, cuando estaba a punto de decir algo, Araujo le interrumpió.
―Aquí está su pedido, muchachos ―nos dijo complacida, al tiempo que dejaba una bandeja con los dos vasos y una taza sobre la mesa, junto con algunas cosas dulces para acompañar―. Espero que les guste.
Cada uno tomó sus respectivas bebidas y cuando sentimos el café dulce quemándonos la garganta, gemimos de satisfacción.
Ariel estaba perdido en sus pensamientos, mirando por la gran ventana de vidrio a la gente que pasaba, mientras que la mujer pelirroja, sentada frente a mí, me dio conversación casi todo el tiempo.
―No te preocupes por haber faltado a la clase, lo comprendo ―me dijo con ternura―, pero tienes que cuidarte más, como ya te he dicho. Estás enfermándote mucho, querida. Eso no es bueno para tu salud.
Su lado materno salió a la luz una vez más y me alegró que fuera conmigo. Siempre que podía ella se preocupaba por mí, lo cual hacía que me sintiera querida.
―Sí, lo sé. Lo siento de veras, sobretodo porque con cada falta estoy a un paso de suspender la materia. La gripe la pillé por una tontería. Estuve debajo de la tormenta de hace unas semanas por horas sin mucho abrigo ―confesé, un poco sonrojada.
De pronto, Ariel, disimuladamente, ladeó un poco el rostro en nuestra dirección, claramente interesado. Me pregunté si podría deducir que fue la misma semana y el mismo día que él se alejó. Mientras tanto, mi profesora me observaba con curiosa y preocupada.
―¿Por qué estuviste tanto tiempo bajo la lluvia? ¿No tenías a dónde ir?
―No, claro que no. Resido en uno de los apartamentos del campus hace tres años junto con mi mejor amiga, eso no es problema. Yo… ―dudé, avergonzada por qué podrían pensar―. Tuve algunos problemas personales, no me encontraba del todo bien, así que decidí ir al puente del centro para pensar un rato y justo cayó la tormenta.
Un sonido brusco salió procedente de la boca de Ariel. No fue necesario añadir nada más para que él supiera lo que había pasado. Araujo me miraba con más preocupación que la de hace un momento.
―Oh, cariño ―murmuró ella―. No tienes que preocuparte en absoluto por tus calificaciones, sabes que eres excelente. Justificaré tu ausencia por enfermedad, no tienes nada de qué preocuparte. Y respecto a lo que sea que haya pasado, hay otras formas más sanas de pensar. No tienes que ir hasta la otra punta de la ciudad, la cual es enorme, para decidir ciertas cosas y mucho menos dejar que caiga una tormenta sobre ti.
Ella estaba claramente afectada, con los ojos húmedos, lo cual me sorprendió e intimidó. Sabía que era una persona muy considerada y sensible, pero jamás en la vida había visto a alguien llorar por mí más que Caroline, horrorizada hace unas semanas.
Se disculpó con un poco de vergüenza y se dirigió al baño de damas.
Me costó procesar los últimos minutos, pero finalmente cuando lo hice, me sentí culpable. Me hubiera limitado a decirle que estaba enferma, así solo me hubiera dado una palmadita y no le hubiera afectado tanto.
―Creo que debería disculparme con ella ―comenté de forma ausente hacia Ariel, el cual no sabía si estaba prestándome atención―. La he hecho llorar.
Él me frotó la espalda en un intento por calmarme, lo que logró un poco.
―No la has hecho llorar, Dana. Mi tía es muy sensible, siempre termina llorando por algo. No te mortifiques por algo tan normal como un llanto.
―Últimamente me estoy convirtiendo en un monstruo. No puedo sentarme a hablar con alguien sin hacerlo llorar. Me está matando ―susurré y dejé caer la cabeza entre mis manos.
Él no respondió inmediatamente. Se limitó a seguir frotando mi espalda de forma delicada hacia arriba y abajo. Luego noté que se acercaba y su pecho se pegó al costado de mi cuerpo.
―Tú nunca en la vida podrías ser o hacer algo así. No lo puedes ser porque eres preciosa y no lo puedes hacer porque cada quien tiene el derecho de reaccionar de forma diferentes. Algunos eligen enojarse y otros llorar, pero nunca lo decides tú ―me dijo en el mismo tono de voz que yo había susurrado.
Mi corazón dio un vuelco al escuchar sus palabras y en mi estómago una mariposa comenzó a revolotear de forma violenta, como si quisiera salir y poder tocarlo con sus frágiles alas.
―Hay rumores sobre nosotros ―le confesé cuando recordé por qué lo había buscado en la universidad―. Unos bastante crudos, probablemente. Sinceramente no estoy del todo segura porque solo me dijeron que estaba acostándome contigo.
Pude sentir que sus manos se transformaban en puños sobre mi espalda para luego retirarlas. Alcé la vista y lo vi molesto por primera vez.
―Lo siento, de verdad. Supongo que te has alejado un poco tarde de mi ―susurré con tristeza.
Él suspiró con melancolía.
 ―Mi tía volverá en cualquier momento. Cuando estemos por irnos invéntate una excusa. Espérame en la próxima esquina. Tenemos que hablar.
No discutí al respecto, simplemente asentí preguntándome sobre qué querría hablar cuando unas semanas atrás decidió que ni tan solo eso podíamos tener.
Un silencio incómodo se extendió sobre nosotros hasta que finalmente la profesora apareció en mi visión nuevamente. Se sentó con el rostro hinchado debido a un pequeño llanto, aunque una sonrisa se extendía por sus labios.
―Me apena muchísimo haberla hecho sentir incómoda, le pido disculpas. Debería haberme limitado a excusarme respecto a la gripe. Mis problemas personales no son la carga de nadie.
Lo comenté de forma apresurada, obviamente incómoda por la situación. Ella se dio cuenta y me dio unas palmaditas tranquilizadoras en ambas manos –que estaban juntas sobre la mesa– para darme a entender que no era un problema.
―Dana, no es culpa de nadie ―me explicó ella―. Son cosas que pasan. De hecho yo debería pedir disculpas por mi comportamiento. ―Dicho esto, se levantó tomando su bolso de cuero marrón―. Discúlpenme chicos, tengo una conferencia psicoanalista dentro de una hora a la que me es imposible faltar. Debo prepararme. Fue un placer haber tomado un café contigo, Dana, espero, se repita ―me dijo con sinceridad y luego miró a Ariel―. Cariño, cuando llegues a tu departamento házmelo saber.
Él se incomodó, pero le dijo que lo haría.
Caminó hacia la puerta y se despidió agitando la mano en su dirección.
―Bueno, al menos no tendremos que hacer ningún movimiento de agente secreto para poder hablar, ¿no? ―inquirí para cerciorarme, ya que ella se había ido por su propia cuenta.
―De momento no, pero de todas formas me gustaría poder estar contigo en un lugar más privado ―murmuró imitando los movimientos de su tía para levantarse―. Así que ven, tenemos una conversación pendiente ―me dijo mientras señalaba con la cabeza en dirección a la puerta.

TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS.


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jueves, 27 de febrero de 2014

La inocencia de tu voz, cuarto capítulo: Anestesia.

¡Hola chicos! feliz jueves para todos.
Hoy les traigo el cuarto capítulo de La inocencia de tu voz (puedes leer el primer capítulo aquí). Espero lo disfruten tanto como yo disfruto escribiendo y compartiéndolo con ustedes. 
Como siempre, quiero agradecerles a cada una de las personas que entran constantemente al grupo privado, la página y el blog. Me hace muy feliz saber que están ahí. Y también quiero decirle gracias a Yami y Noe, que me siguen paso a paso y me hacen sentir muy bien.
También les recuerdo que pueden ver el tráiler no oficial de la novela aquí






Capítulo cuatro:
Anestesia.

No me dirigía específicamente a la catedral. Mi interés religioso disminuía de cero, no porque fuera atea o no estuviera al tanto de la Biblia, simplemente tenía mis conjeturas personales respecto al tema –aunque fui bautizada de forma católica–, no estaba a favor de ninguna iglesia en particular.
En realidad me dirigía hacia el puente de Londres, aquél que hace más de dos mil años los romanos construyeron en madera y actualmente, tras continuas reparaciones a lo largo de los años, podía admirarse en piedra de granito. Lo observé desde donde me encontraba –en la entrada sur, tan solo a unos cuantos metros– preguntándome cuántas personas habrían estado en un lugar como ese para pensar mientras observaban aquella belleza inmaculada y no sentirse solas.
Comencé a caminar hacia la zona peatonal en el momento que los relámpagos hicieron su aparición. Un segundo más tarde un rayo explotó a unos kilómetros más al noroeste del puente, lo que hizo que varias personas agilizaran el paso a causa del pánico. Por mi parte, seguí caminando en armonía hasta que finalmente me encontré en el centro del puente. Apoyé ambos brazos en la barandilla para sostenerme y admirar la vista que se extendía frente a mí. La lluvia comenzaba a caer despacio, casi con dulzura mojándome de pies a cabeza –la chaqueta con capucha no era suficiente refugio– al tiempo que varios barcos, lanchas y veleros volvieron a tierra firme tras probablemente una larga marcha por el río Támesis.
Estaba segura de que la vista era una de las más hermosas que había visto en mis veinte años de vida. De fondo podía admirarse las luces de la ciudad a conjunto con los edificios que se reflejaban de forma difuminada en el agua cristalina, mientras que la tormenta creaba un ambiente de paz y añoranza que me recordó a mi niñez. Mis padres solían traerme aquí todo el tiempo cuando tenía poco más de ocho años. Mi padre –un hombre de complexión mediana que adoraba leer libros sobre historia– siempre decía que denominar lluvia a aquél acto tan puro de la naturaleza era algo tan simple que solo el ser humano no era capaz de admirarla en todo su esplendor. En aquél momento no lo comprendí porque era demasiado joven para hacerlo, pero ahora, al sentir el viento azotándome el cabello, la lluvia anestesiándome el dolor, estaba casi segura del verdadero significado.
Estuve en silencio durante un tiempo indefinido, hasta que finalmente comencé a estornudar y tiritar por haber permanecido bajo la lluvia durante lo que probablemente fueron al menos dos horas. Agotada, di media vuelta para echar a andar nuevamente hacia la zona sur y así poder encontrar el primer subterráneo que me llevara al centro, donde mi apartamento se localizaba.
Esta vez el viaje fue mucho más lento, aunque tal vez influyera el hecho de haber estado mojada y soñolienta. La mayoría del trayecto intenté distraerme utilizando el móvil con acceso a internet y las redes sociales. Desgraciadamente, en determinado momento, estaba saturada de leer constantemente las mismas publicaciones, por lo que decidí recostarme en mi asiento y observar a la gente de mi alrededor en un intento por no dormirme.
A mi derecha –dos asientos por delante del mío– se encontraba una anciana con aproximadamente setenta años de edad; llevaba el cabello canoso por los hombros de una forma prolija a conjunto con unos pantalones de chándal cómodos y una camiseta manga larga color gris perla por encima de un anorak unisex de un tono más oscuro. A su lado se encontraba una niña de no más de seis años de edad envuelta en un pequeño vestido rosado con una chaquetita negra. Su cabello consistía en miles de bucles rojizos naturales esparcidos alrededor de su rostro ovalado, enmarcándolo de forma sutil, lo que la hacía parecer más preciosa de lo que ya era. La criatura jalaba con dulzura la manga de la anciana y ella le correspondía con una sonrisa para luego regalarle un dulce. El gesto se repitió durante un par de minutos hasta que una mujer rubia, que no parecía tener muchos más años que yo, corrió en esa dirección para tomar a la niña en brazos. Desde mi lugar no lograba escuchar la conversación por completo, pero, por los gestos de desesperación de la chica, estaba casi segura de que había perdido a su hija cuando subió a la maquinaria y la señora pudo retenerla lo suficiente para que ella pudiera encontrarla comiendo caramelos.
Finalmente el subterráneo se detuvo en la parada B-712, donde bajé. El trayecto que me esperaba consistía en menos de siete manzanas hasta llegar al campus. Caminé con pasos agigantados las calles hasta que derivé en la entrada del lugar.
Frente a mí se expandían mínimamente dos hectáreas de vegetación, a cada lado del césped verde brillante se hallaban los diez edificios de ladrillo rojizo con techos de hormigón negro de extensos siete pisos de alto y varios metros de largo. Entré a uno de los alojamientos de la derecha para comenzar a subir los escalones con cuidado. Una vez que entré al piso, lo primero que hice fue desprenderme de la ropa que se encontraba pegada a mi cuerpo para meterla en la secadora mientras observaba el obvio hecho de que Caroline y Trevor habían vuelto a salir, por lo que me metí en la ducha caliente. El agua me quemó varias veces, aunque no estuviera lo suficientemente caliente, porque yo era a niveles prácticos un témpano de hielo.
Salí del cuarto de baño envuelta en una toalla esponjosa color rosa crema. Me acerqué a la cama y tomé el móvil, que estaba secándose, para escribirle un mensaje de texto a mi amiga.

No estoy a favor de vernos tan poco en estos últimos días. Tenemos que hablar. Te quiero.

Lo dejé nuevamente en su lugar para poder ponerme ropa seca cuando el celular sonó un par de minutos después. Volví a cogerlo, aunque esta vez me senté.

Trevor tuvo un problema familiar y salimos de imprevisto. En la noche ya estoy allí y podemos hablar de lo que quieras. Estás hecha toda una dulzura ¡te extraño!

El estómago se me contrajo de preocupación al leer la última línea. Me pregunté si repentinamente me había vuelto más empedernida respecto a los buenos sentimientos, como el amor y la esperanza. Caroline tenía razón, nunca en la vida había estado preocupada por alguien más ni mucho menos demostré algún tipo de remoto afecto y ella sabía muy bien mis razones. También lo aceptaba, no estaba de acuerdo, pero aceptaba mis actitudes y decisiones porque sabía que, como yo no podía cambiar sus costumbres, ella no tendría por qué cambiar las mías.
En voz baja maldije a mi familia, amigos, a Ariel y cualquiera que se haya cruzado en mi vida para hacerme lo que soy. No estaba acostumbrada a sentirme abrumada por los sentimientos, así que, en cuanto salieron a flote, un sollozo se deslizó involuntariamente por mi garganta hasta llegar a mis labios, haciéndome estremecer de dolor.
Tampoco sabía específicamente por qué estaba a punto de llorar –aunque reprimía lo máximo posible el impulso de hacerlo–. Quizás simplemente no estaba preparada para afrontar que las personas eran algo más que objetos o beneficios, que eran más que una mancha negra en tu vida. Eran humanos: llenos de vida tocando a la muerte, desbordando errores en un mundo imperfectamente feliz, pero sobretodo, rozando el amor en un mundo violento.
Las oleadas de soledad se fueron acumulando en mi corazón hasta dejarme sin aliento, preguntándome por qué Caroline tenía que desaparecer justo en unos de los momentos más drásticos de mi vida.
Intenté concentrarme en el lado positivo, lo cual me llevó más tiempo del que quisiera admitir. Tras un minuto de concentración, al menos, dejé de hiperventilar. Me levanté despacio de la cama para luego poder dirigirme al botiquín del cuarto de baño e hice algo totalmente innecesario: cogí un par de fármacos Zolpidem para dormir. Leí las instrucciones con antelación para consumir la cantidad de pastillas necesarias y, una vez hecho el acto, nuevamente volví a tirarme en mi lugar, sin molestarme en tapar mi cuerpo con las cobijas, aunque sabía que probablemente al día siguiente pescara una pulmonía o algo similar dado al frío que había hecho y más por haber estado bajo el ojo de una tormenta.
Comencé a divagar, imaginándome a las personas que yo apreciaba –no eran muchas–, preguntándome si ellas sentirían lo mismo por mí. Supe que sí, en su mayoría el amor era correspondido, y en otros casos, no tanto. En un pequeño rincón de mi cabeza me pregunté si Ariel podía ser como mi padre: abandonarme cuando estaba dañada, cansada, siendo tan pequeña que podría tropezarme al caer. Las imágenes, los rostros y los sentimientos fueron agolpándose en mi mente hasta que me desmayé.



Me desperté sobresaltada por unos gritos amortiguados en mi cabeza. Gruñí molesta en mi fuero interno, dudando si todo se debía a un producto de mi imaginación o realmente alguien estaba aullando en voz alta de una manera desaforada. Supe que era real en cuanto un manotazo azotó mi cara con fuerza y abrí los ojos sorprendida. Al principio me costó enfocar la visión debido al sueño, también noté que aún la pesadez de las pastillas entorpecía mis reflejos, pero finalmente me encontré con el rostro espantosamente pálido y horrorizado de Caroline. De fondo, a tan solo un par de metros de distancia, podía ver a Trevor con la misma expresión.
―¡¿Quieres explicarme qué carajos es esto, maldición?! ―gritó de una forma violenta que nunca había escuchado en ella. Sus ojos estaban desorbitados y enrojecidos, mientras que con una mano sostenía el frasco de somníferos―. ¡Pensé que estabas muerta, joder! ¡¿Cómo diablos puedes hacerme esto, Dana?! ¡Estuve al menos quince minutos intentando moverte!
Y de la misma forma que me gritó, se echó a llorar con desesperación.
Me quedé inmóvil durante un momento por precaución y, francamente, por la sorpresa de su reacción. Una vez que ella cayó de rodillas al suelo y Trevor la tomó por los hombros para tranquilizarla, me acerqué.
―¿Realmente crees que podría quitarme la vida? ―susurré dolida― ¿Realmente crees que yo podría irme y dejarte sola aquí?
Me agaché hasta que finalmente quedamos frente a frente, aunque ella se tapaba el rostro con sus manos para poder llorar sin interrupciones. Con cuidado, tomé mis manos entre las suyas y las entrelacé.
Su labio inferior temblaba sin parar al tiempo que seguía llorando y fregándose la nariz con el dorso de su jersey azul marino.
―No vuelvas a hacer algo así jamás. No quiero que te tragues un puñado de putas pastillas sin una maldita receta médica.  No quiero que tomes nada y me importa una mierda por qué lo hiciste, ¿vale? ―Dicho esto, gimió de tristeza―. No quiero perderte. ¿Es que no entiendes cuánto significas para nosotros? Para el mundo entero, Dana. Para todo el mundo.
Sus palabras calaron profundo, alcanzando una fibra pocas veces tocada en mi corazón. No quería añadir más dolor o más cargas a estos últimos días, pero, de pronto, quise explicarle todo. Decirle lo que tenía miedo de admitir en voz alta.
―No puedo resistir más dolor ―susurré tan bajo que no sabía si podría escucharme―. No puedo resistir un segundo más toda la mierda que me rodea. Estoy a punto de caer.
Ella lo vio con claridad sin necesidad de que le aclarara algo al respecto. Me tomó por los hombros y me estrechó entre sus brazos, dándome su fuerza para soportar el día a día.
Nos quedamos en silencio durante varios minutos y luego, de forma amable, Trevor se excusó para dejarnos espacio a solas. Caroline, sin soltarme las manos, me llevó hacia la cama, donde nos sentamos una frente a la otra con la cabeza gacha. Se quedó pensando durante un minuto hasta que inquirió en un susurro con la voz rota:
―¿Qué está pasando?
Nuevamente me quedé quieta, respirando lentamente. No sabía específicamente qué pasaba. Mi cabeza era un lío. Conocer a Ariel me había hecho recordar a viejas cosas con las que no estaba a gusto.
―Conocí a alguien ―le contesté con cuidado.
―¿Ese imbécil te lo está haciendo pasar mal? ―gruñó interrumpiéndome de forma molesta, probablemente dispuesta a gritar a quien quiera que fuese.
―No, no es eso ―le aclaré―. No es en el sentido que tú crees. Solo nos hemos visto por casualidad un par de veces, pero hay algo en él… ―Me callé, demasiado aturdida―. Me hace extrañar a mi padre ―gemí por lo bajo, avergonzada de mi confesión.
Alzó la vista para observarme con los ojos abiertos de par en par.
―¿Y por qué diablos te recuerda a él? ―murmuró de forma retórica―. Disculpa que te lo recuerde, pero lo odias.
―¡Lo sé, Caroline, créeme que lo sé! ―grité furiosa conmigo misma por ser tan débil― Joder, claro que lo sé. Tomó las maletas y se fue dejándome sola como un puto perro de la calle ―gruñí con un nudo en la garganta, a punto de llorar―. Tienen el mismo maldito color de ojos y los dos actúan como criaturas inofensivas. Tengo miedo.
Mi pulso comenzó a acelerarse violentamente luego de la  última confesión. Pude sentir el calor elevándose por mis mejillas y la picazón detrás de las orejas, producto de mi vergüenza evidente.
Caroline también estaba claramente alterada. Sus ojos nuevamente estaban rojizos intentando contener el llanto, mientras que las aletas de su nariz se abrían cada vez que inhalaba profundamente para intentar serenarse.
―¿A qué le tienes miedo? ¿Estás enamora…?
―No ―la corté a mitad de frase―. No, claro que no. Apenas le conozco. Definitivamente no. Solo tengo miedo de no soportar verlo cuando quiera hacerlo.
Mi amiga me observó frunciendo los labios y luego comentó:
―Tú nuca habrías dicho eso sobre un chico. Puede que no estés enamorada porque solo se han visto muy pocas veces, pero creo que él podría calarte profundo si lo dejaras*.
―Tal vez simplemente no quiero dejar que nadie lo haga.
Ella suspiró de forma cansina.
―Dana, cariño ―susurró con voz maternal―. Eres muy joven, ambas lo somos. Es normal enamorarse de la vida, de las personas. No tienes por qué tener miedo, tarde o temprano pasará. Sé que has pasado muchas cosas en tu infancia y eso afectó tu adolescencia, pero, por favor, no te hagas esto. Solo te estás perjudicando.
Procesé el significado de aquellas palabras con cuidado, sopesando en las posibilidades.
―¿Qué diferencia habría si yo me enamorara? ―pregunté sin querer una respuesta directa―. Un sentimiento no puede borrar un recuerdo, siquiera se puede comparar una cosa con la otra. Hay momentos de mi vida que ni tú sabes, Caroline, y esos momentos que tú no sabes son las que yo no puedo borrar de mi piel.
Me levanté sin punto fijo, mientras escuchaba de fondo el sollozo roto de mi amiga. Probablemente no estuviera conforme con mi respuesta, sé que le estaba rompiendo el corazón, pero yo no pensaba terminar de romper el mío.

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*Calar profundo: Es una forma de decir que una persona puede tocar fibras sensibles. Tocar tu corazón.

domingo, 23 de febrero de 2014

La inocencia de tu voz: tercer capítulo + REGALO.

¡Hola chicos! me alegra muchísimo el volver a subir algo para ustedes. Como bien saben, ahora son dos capítulos por semana. Espero les haya gustado el capítulo anterior y se sientan curiosos respecto a la vida de mis protagonistas. 
Hoy les voy a dejar el tercer capítulo + un regalo. No es mucho, es simplemente un video para que ustedes puedan tener un pequeño incentivo a continuar con la historia y puedan visualizarla  un poquito.
Como siempre, quiero agradecerles a cada una de las personas (entre cien y doscientas aproximadamente) que entran al blog para leer la novela y ayudarme con este proyecto. Les agradezco de todo corazón. También quiero agradecerles a Yami y Noe por ser incondicionales en lo que se convirtió en una rutina diaria. Son amigas, son hermanas, pero también son realistas y me dan su punto de vista respecto a cada escrito, así que gracias, porque lo que más quiero es que siempre me digan la verdad.
¡Espero lo disfruten, tanto el video como el tercer capítulo! si pueden y no es molestia, me gustaría que a ambas cosas les dieran me gusta, comentaran y compartieran. La difusión hoy en día es muy importante.



Capitulo tres:
Prevención innecesaria.



Lo primero que pensé al abrir los ojos al día siguiente fue que estaba compartiendo la cama con algún chico que había conocido la noche anterior. Podía sentir el calor que emanaba ese cuerpo abrazando el mío, aunque cuando acostumbré la visión pude identificar mi cuarto, solo que no estaba observando la pared que solía mirar cuando me despertaba en mi cama. Me encontraba en la de Caroline, y ella era quien me estaba abrazando dormida, alrededor de miles de pañuelos descartables usados y una mantita color púrpura que siempre aparecía en ocasiones especiales.
Suspiré mientras las imágenes se agrupaban en mi mente y hacían que mi cabeza doliese más de lo que ya dolía. Por lo poco que sabía, había sido una noche agitada. Nunca en la vida había estado borracha, al menos no al nivel de tirarme a llorar en plena acera.
Observé el reloj de la mesita de noche y noté que era pasado del mediodía. Me acerqué a ella susurrándole que despertara. Como respuesta obtuve varios gruñidos y un ‘’vete a la mierda’’, por lo que besé su frente y me metí a la ducha para darme un baño rápido mientras intentaba recordar el resto de la noche.
Treinta minutos más tarde, cuando ya estaba presentable para el mundo exterior, mi compañera se despertó y fregó sus ojos presa del cansancio, luego, cuando me miró, su rostro se tiñó de preocupación.
―Oh, Dana ―murmuró mi nombre con cuidado, como si fuera de vidrio y pudiera romperse de tan solo mencionarlo―. ¿Estás bien?
Segundo día consecutivo que ella me hacía la misma pregunta, y esta vez me removí incómoda, sin saber qué contestarle. Probablemente estuviera preocupada por mi arrebato de llanto. Fue entonces que recordé que por mí culpa ella y Trevor habían ido por caminos separados anoche, lo que me hizo sentir peor de lo que ya me encontraba, ellos no solían discutir.
Era un cúmulo de emociones reprimidas y estaba segura de que en cualquier momento podría volverme loca.
―Lamento mucho que hayan discutido con Trevor anoche ―murmuré con la cabeza gacha, observándome los pies y frunciendo los labios―, sobre todo por algo tan estúpido como una amiga borracha.
A Caroline se le escapó una risita. Levanté la mirada abruptamente para observarla. Ella me devolvió la mirada con el cabello corto, despeinado y las mejillas sonrojadas.
―Técnicamente no fue una pelea, solo tuvimos ideales diferentes. Tú eres mi mejor amiga y él es un observador en tercera persona, por lo tanto no sabe ni entiende nuestra amistad. Tampoco pretendo que la comprenda, ¿sabes? ―comentó totalmente convencida―. Yo estoy satisfecha al tenerlos a ambos en mi vida. Sé que es duro que convivan más de dos minutos juntos. Dios sabrá que has discutido con Trevor más que su propia novia, así que déjate de dramas, porque me alegra que al menos lo intenten.
Los segundos comenzaron a transcurrir con deliberada lentitud, sin poder disminuir el sentirme egoísta, me acerqué con cuidado y me senté en la punta de su cama.
―No intentes consolarme, sabes que tengo razón. Si quieres yo puedo hablar con él y decirle que... ― en un principio comencé a balbucear hasta derivar en comentarios enredados sin sentido presa del nerviosismo, hasta que mi amiga me chistó.
―Dana, ¡¿quieres cerrar la boca de una vez?! ―me pidió con el tono de voz más alto de lo habitual, luego suspiró―. Ya hemos hablado, ¿va? Cuando llegué al apartamento apareció en la puerta y me pidió disculpas. Le dije exactamente lo mismo que a ti,  me ayudó a subirte. ¿Crees que yo podría llevarte a rastras hasta aquí arriba?
Lo pensé durante un minuto y puse los ojos en blanco. La lógica le gana al corazón, o eso dicen.
Tanto Caroline como yo debíamos tener un peso estimado alrededor de los 60 kilos. Ninguna podía llevar a la otra porque además de estar en un peso normal, teniendo en cuenta nuestra complexión y estatura, jamás en la vida habíamos hecho actividad física que no fuera la gimnasia obligatoria de la escuela primaria.
―Podrías haberte ahorrado el discurso y mi remordimiento si me lo hubieras dicho desde un principio ―le comenté―. Te apuesto a que lo has hecho a propósito, ¿a que si?
Levanté ambas cejas en una mezcla de escepticismo e incredulidad. Por respuesta, Caroline, rompió en carcajadas tirando la colcha sobre mi rostro, algo a lo que sí ya estaba acostumbrada.
―Lo cierto es que no lo había pensado hasta que comenzaste a disculparte, pero te ves tan dulce e inocente cuando lo haces ¡tenía que aprovechar la ocasión! ―dicho esto último, corrió los pocos metros de longitud que tenía el cuarto y se introdujo en el baño, probablemente dispuesta a darse una ducha matutina.
Me dirigí a la cocina, tomé un comprimido de paracetamol junto con varios tragos de agua para apabullar el dolor de cabeza.  Luego volví al cuarto y comencé a ordenar para intentar distraerme de dicho dolor. Cambié las sábanas e hice las camas, también barrí y limpié los muebles. Una vez que terminé con el aseo me senté en un pequeño escritorio de madera antigua que teníamos en un rincón para poder repasar mi última clase de Análisis teórico psicopolítico-económico, con preferencias filosóficas de Marx. En ese mismo momento Caroline abrió la puerta del baño comentando algo respecto a hacer las compras semanales. Se había colocado un par de vaqueros negros y una camisola suelta de color lila ya que afuera el día, en nuestra antigua Inglaterra, estaba mejorando poco a poco. Podía sentir el calor filtrándose por las ventanas.
―No tardaré mucho, voy a pedirle a Trevor que me lleve para no tener que cargar las bolsas, y el mercado central está al menos a veinte manzanas ―dijo mientras cogía su bolso y colocaba todo lo esencial para marcharse―. Si sales a almorzar afuera avísame.
Asentí con la cabeza y murmuré una despedida. Una vez que tuve el lugar para mí sola, me levanté de mi asiento, saqué mi laptop de debajo de la cama para enchufarla en unos pequeños parlantes negros y colocarlos encima del escritorio. En un volumen muy suave, comenzó a sonar la canción Austronaut de una banda pop-punk Canadiense. Mientras leía, podía escuchar la voz dulce y melodiosa del cantante principal, pidiendo ayuda para no sentirse solo y poder bajar de donde quiera que estuviese. Me gustaría decir que fue una elección al azar, pero la banda era de mis favoritas al igual que el tema. Pronto me descubrí cantando la letra y pensando sobre ella, pero sin querer profundizar en el tema, porque cuando tienes una canción favorita, es porque te sientes identificado.
Suspiré con melancolía por nada en particular mientras intentaba volver a concentrarme. En el momento preciso en el que comenzó a sonar Wake me up when September ends de otra banda del mismo género, alguien tocó la puerta. Sonreí, probablemente Caroline se había olvidado las llaves, como pasaba la mayoría de las veces que ella salía a toda prisa.
Caminé de la habitación al pasillo principal y quité el pestillo.
―Caroline, debes aprender que lo primero que tienes que guardar son las malditas llaves ―murmuré sonriendo mientras abría la puerta.
Mi corazón se detuvo durante un segundo, luego comenzó a acelerarse debido a la sorpresa. Un par de ojos verdes me observaban desde unos cuantos centímetros más arriba y de pronto, como siempre hacía, Ariel enrojeció violentamente.
―Obviamente no me esperabas como visita ―comentó sin hacer movimiento alguno más allá del de su boca. Carraspeó con evidente incomodidad.
Lo seguí observando, entre sorprendida y emocionada, porque no podía creer que él estuviese ahí, al otro lado de la puerta. Me mordí los labios mientras evaluaba lo bien que se veía, al igual que siempre: unos jeans desgastados cubrían sus esbeltas piernas, junto con las mismas zapatillas de anoche y en lugar de una camisa, llevaba una camiseta ajustada a su cuerpo de un color azul marino.
―¿Debería sentirme halagada? Estoy segura de que tu reputación se verá afectada si entras un sábado al apartamento de Dana Laine ―le advertí con sorna en tanto una risa se me escapó.
―Sobreviviré ―dijo sonriente―, ¿te molesta si paso?
Negué con la cabeza, dando un paso hacia atrás para alejarme así Ariel podía entrar. Observó con curiosidad y en silencio cada detalle del lugar mientras recorría la estancia, desde los colores de las paredes hasta los muebles, y yo dejé que lo hiciera sin hacer comentarios al respecto. De alguna forma respetaba aquél silencio. Era cómodo, casual, y sobretodo inteligente. Sabía que estaba sacando conjeturas e hipótesis respecto a mi forma de vida, aunque en realidad un simple color no dijera nada profundo, pero cuando comenzó a leer la lista de reproducción de mi computadora enrojecí un poco. Los gustos personales revelaban bastante sobre uno mismo.
―¿Quieres tomar algo? Puedo prepararte un té, un café… ―le ofrecí, dejando la propuesta en el aire.
 Se dio vuelta y me observó, con sus ojos abiertos y parpadeantes, como si hubiera estado más al pendiente de la inspección que de la persona en sí.
―Un vaso de agua está bien― me dijo con tranquilidad.
Caminamos juntos, él por detrás de mí, hacia la pequeña pero acogedora cocina que mi amiga y yo compartíamos desde hace un par de años. Él se sentó en una de las tantas sillas que había mientras yo tomaba una jarra de agua fría de la heladera y servía dos vasos.
―Así que, ¿qué te trae al lado maligno del campus? ―pregunté para picarlo mientras me sentaba frente a él depositando los vasos sobre la mesa.
Agachó la vista y comenzó a observar sus manos: fuertes y masculinas sin perder la belleza, junto con aquél color bronceado que él tenía.
Nuevamente un rubor apareció en sus mejillas. Frunció los labios, obviamente disgustado. De pronto lo comprendí: había venido por primera vez a mi casa, algo que él nunca haría, para darme una mala noticia. Estaba casi segura.
―Dímelo de una maldita vez, Ariel ―murmuré con malhumor, de pronto consciente de los cambios de humor que me provocaba.
Me miró sorprendido. Volvió a agachar la cabeza en cuanto supo que divagaba entre algunas escasas ideas de por qué estaba aquí.
―Lo pillas muy rápido, ¿eh?― comentó intentando alivianar las cosas, pero con el tono de voz tan monótono y bajo que solo consiguió que sonara como una disculpa.
 ―O tú no sabes cubrir tus emociones. Estás a punto de vomitar o algo así ―gruñí al notar que sus mejillas coloreadas perdían el tono hasta finalmente derivar en un blancuzco verdoso.
Con su mano derecha comenzó a rascarse la nuca y a acomodarse el cabello, algo ilógico, ya que él lo llevaba corto. Era evidente que tenía varios tics nerviosos.
―Esto probablemente suene cien veces peor de lo que crees, así que, por favor, solo te pido que no te molestes ―me pidió con la voz varios grados más baja ―, pero no puedo seguir viéndote, Dana.
Lo primero que pensé fue que estaba casi segura de que diría algo así. Pronto comenzaron a brotar los sentimientos. La ira asomó un instante y tan pronto como llegó, se derritió, convirtiéndose en un dolor intenso e inexplicable que no pensaba mencionar.
Me mordí la lengua para que el dolor físico cubriera el emocional, porque no podía creer que esto estuviera pasando. Un chico que apenas me conocía no quería volver a verme. No lo había tocado en ningún sentido, tampoco lo había besado, y mucho menos había ido más allá, por lo que no tenía sentido ni lógica que esas simples palabras me hubieran quitado las energías del resto del día. No quería verme, literalmente. No había surgido nada entre nosotros, así que no era una excusa. Simplemente no quería.
No tenía por qué reprocharle nada, él estaba en todo su derecho de hacer amistad con quien quisiera, y si yo no formaba parte de la lista por vaya a saber qué razones, lo entendía.
Inhalé un par de veces fingiendo estar molesta, cuando en realidad estaba intentando concentrarme. Finalmente lo observé y dije con delicadeza:
―Gracias ―.Se mordió los labios nuevamente, preso de la confusión y la vergüenza―. Me refiero, gracias por haberme ayudado la primera vez que nos conocimos. No solo por lo de la clase, por… tenderme la mano― le expliqué mientras me encogía de hombros, intentando restarle importancia.
Durante un instante desee molestarme como antes lo hacía. En otra ocasión, con cualquier otro chico, me hubiera dado igual o me hubiera cabreado, pero al mirarlo a los ojos sabía que simplemente no podía enojarme con él. Ariel estaba demasiado expuesto al dejar relucir aquella aura inofensiva que hacía que cualquier desistiera de una posible agresión.
―Cualquier persona debería haberte ayudado. Probablemente si yo no hubiera pasado, alguien más lo hubiera hecho. Solo el idiota mal educado que te golpeó no fue capaz de tenderte la mano, créeme― murmuró, sacándome de mis pensamientos.
―De todas formas quería que lo supieras.
Arrimó la silla más cerca de la mesa, y apoyó los codos sobre esta.
―¿No tienes el mínimo interés en saber el por qué de mi descenso?
Suspiré.
―Si no lo comentaste desde un principio, probablemente es porque no quieres decírmelo, y creo que tienes el derecho a elegir lo que ocultas y lo que no.
Alzó la vista de golpe, como si hubiera hecho un descubrimiento inconsciente. Se limitó a mirarme un par de segundos, hasta que finalmente rompí el silencio.
―Esto se está alargando indebidamente.
Entendió el comentario a la perfección: se tenía que marchar. Estábamos intentando alargar una conversación que no conducía hacia ninguna salida, disculpándonos por algo que al fin y al cabo nunca sucedió. Ambos lo sabíamos, y ninguno pensó en admitirlo en voz alta.
Le sonreí con ternura, un gesto impropio de mí.
―Te acompaño a la puerta ―le dije.
Asintió y se levantó. Echó una mirada rápida hacia la cocina hasta que finalmente comenzó a seguirme por todos los rincones del departamento y finalmente derivamos en el pequeño pasillo de entrada donde se encontraba la puerta principal.
La abrí, haciéndome a un lado para despedirnos.
―Solo quiero que sepas algo ―comentó con un pie dentro y otro fuera de la casa ―.Lo estoy haciendo por ti, no por mí. No pienses que tomé esta decisión de forma fácil y luego vine aquí porque tengo miedo de lo que digan los demás, ¿vale? Sé que suena idiota y ególatra, pero estuve toda la noche pensando en esto, y realmente no creo que alguien como tú sepa lidiar con alguien como yo.
Intenté procesar la información lo más rápido posible, divagando e intentando sopesar qué significaban aquellas palabras para él mientras buscaba una respuesta lo antes posible, ya que en cualquier momento daría la vuelta y se marcharía vaya uno a saber por cuánto tiempo. Lo único que se me ocurrió fue pensar que si eso era verdad, nuevamente anteponía la felicidad de los demás por la suya. Un gesto humilde que tocó las fibras más ocultas de mi corazón hasta hacerlo doler.
Me acerqué despacio, inhalando y exhalando el aire en silencio, de todas formas, podía sentir los nervios a flor de piel. Él sabía lo que estaba a punto de hacer cuando me coloqué lo suficientemente cerca para poder tocar su pecho y ponerme de puntillas. Sin embargo, no me detuvo. De hecho, cuando mis brazos comenzaron a ascender hacia su nuca, él se agachó para facilitarme la acción, siendo el primero en tocar los labios del otro.
Su boca era suave y cálida, con un sabor refrescante de menta, mientras que la barba me picaba, lo cual me resultaba gracioso ya que nunca había besado a un chico con barba y por lo tanto era la primera vez que sentía ese leve cosquilleo.
El beso consistió en rozar con dulzura los labios del otro durante un minuto o dos sin despegarse, simplemente manteniendo ese contacto, ambos con los ojos cerrados (o al menos yo los tenía) sin que fuese sexual o provocativo, porque ninguno estaba interesado en que fuera más allá que un gesto cariñoso.
Finalmente, suspiré entre sus labios y di un paso atrás. Por primera vez no lo veía sonrojado, por el contrario, se lo veía bastante afectado por lo que acababa de pasar. Me miró con un brillo peculiar en los ojos, sin poder disimular la sorpresa.
―Espero verte pronto― fue lo único que se me ocurrió decir.
Estaba segura de que Ariel quería añadir algo más, pero simplemente frunció los labios –algo que hacía constantemente– y se limitó a asentir con la cabeza, en señal de despedida.
Lo observé alejarse por el pasillo oscuro y frío del campus hasta que desapareció por las escaleras.
Cerré la puerta con cuidado, me apoyé sobre ella, de pronto cansada y frágil. Comencé a cuestionarme si realmente había sucedido, si realmente él había pisado el mismo suelo en el que yo vivo, y si lo había besado. Caminé con torpeza hacia la cocina para tomar los vasos y depositarlos en el fregadero, un detalle y un recuerdo de que había sido real. Mientras los lavaba, un par de lágrimas cálidas se deslizaron por sobre mis mejillas, aunque fui lo suficientemente consciente para no dejar que un llanto me consumiera. Varios minutos después de que decidiera recostarme en la cama pude escuchar el movimiento de las llaves al otro lado. El sonido fue sustituido por las voces de Caroline y Trevor que habían llegado.
Tomé el libro que había estado releyendo la noche anterior y fingí seguir con la lectura, así quizás podían deducir que mi estado de ánimo o mi poca colaboración se debía a alguna reacción provocada por el mismo.
Ambos pasaron por el cuarto, me saludaron rápidamente con varias bolsas del supermercado encima y, sin detenerse, se dirigieron hacia la cocina para guardar lo que fuera que hubieran comprado. Luego de escuchar sus voces amortiguadas y los diferentes sonidos de los paquetes, volvieron con las manos vacías para sentarse uno al lado del otro en la cama de mi compañera observando en mi dirección, probablemente dispuestos a entablar conversación.
―¿Has estado leyendo desde que me marché? ―inquirió Caroline ―Habré tardado al menos una hora.
―Para nada ―le contesté de la mejor manera posible ―, estuve repasando la clase y hace un par de minutos cogí el libro para distraerme un poco.
Mi respuesta no fue totalmente convincente, por lo que me miró con los ojos entrecerrados, preguntándose qué le estaba ocultando y por qué había sonado tan nasal.
―Dana, lamento mucho lo de anoche ―comentó Trevor con pavor, un poco incómodo ―. Dije cosas que no eran ciertas, estaba molesto.
El cambio en la conversación me tomó con la guardia baja. Probablemente ellos habían hablado del asunto durante el tiempo que estuvieron fuera. Estaba casi segura de que Caroline pensaba que mi actitud se debía a los comentarios indebidos de su pareja.
―Lo entiendo perfectamente, no volverá a pasar.
Me levanté y comencé a buscar mi teléfono celular y mis llaves. Una vez que las encontré, las guardé en mis bolsillos y eché a andar, dispuesta a dar un paseo por la ciudad.
―¿A dónde vas, dulzura? ―me preguntó Caroline con suma preocupación, algo que cada vez se hacía más frecuente ―. ¿No vas a quedarte para almorzar?
Lo sopesé durante un minuto.
―No te preocupes, solo necesito tomar un poco de aire fresco. Volveré lo más rápido que pueda, si tardo demasiado… no me esperen.
Antes de que pudiera rebatir mi comentario salí al pasillo y bajé los cuatro pisos de las escaleras a trompicones. El clima del exterior había pasado de caluroso a repentinamente frío con probabilidad de tormenta debido a las nubes negras que se veían detrás de los edificios, lo cual me resultó irónico dado mi estado de ánimo.
Caminé durante al menos veinte minutos sin rumbo fijo, observando los viejos edificios tan fascinantes que podían encontrarse en las calles de Londres, al igual que las familias abrigadas en las plazas comunitarias. Finalmente, subí al subterráneo de línea que daba hacia el sur de la ciudad. Me molesté durante un minuto cuando supe que el precio había subido un euro, pero le resté importancia cuando me di cuenta que había situaciones mucho peores. Durante el trayecto -que duró más de media hora- revisé mis redes sociales a través del teléfono y me di cuenta de que siquiera sabía el apellido de Ariel. No me había detenido a pensar en aquél minúsculo detalle hasta que intenté interceptarlo mediante facebook.
Solté una maldición en voz baja, no quería pensar en él porque no tenía por qué hacerlo. Hasta donde mi mente llegaba a procesar, no teníamos ni el derecho de llamarnos amigos ya que las únicas veces que nos habíamos encontrado fueron escasas e irrelevantes. No habíamos hecho el mínimo intento de acercarnos más de la cuenta, o al menos preguntar algo tan inocente como la edad o el apellido. Él no sabía absolutamente nada de mí y yo no sabía absolutamente nada de él, por lo cual no debía responsabilizarme de sus actos o tener un remoto apego hacia él. Los encuentros que habíamos desarrollado eran comunes en gente de nuestra edad: nos podíamos ver en fiestas y en los pasillos como dos personas normales.

Cada quince minutos el subterráneo se detenía para que los pasajeros descendieran a sus destinatarios y nuevos ascendieran. Fue una rutina constante de una hora y media en la que no podía concentrarme en nada en particular hasta que finalmente se detuvo en una de las últimas paradas: debajo de la Catedral Southwark, mi destino.

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